lunes, 4 de junio de 2018

Muerte de un profesor: Jado




Hace unos días fallecía Eduardo Iribarnegaray Jado, profesor -ya jubilado- en la facultad de Farmacia de Santiago durante décadas. Llevaba varios años luchando contra un cáncer de pulmón. La verdad es que a lo largo de nuestras vidas tenemos -a veces disfrutamos, pero a veces sufrimos- a profesores que marcan nuestra existencia. Los del colegio, los maestros, son seguramente aquellos que recordamos con más cariño: su imagen nos traslada a una infancia (casi) siempre feliz. Los de la educación secundaria se recuerdan de otra manera; coinciden con nuestra adolescencia, con la afirmación de nuestra personalidad, que nos lleva a mirar con desdén a todos lo que nos rodean, padres y profesores incluidos. Los de la universidad son otro mundo; casi una raza superior, en especial los que alcanzan los más altos reconocimientos académicos, algunos de los que se jactan de ser diferentes del resto de los mortales.
Eduardo Iribarnegaray Jado, o simplemente "Jado”, era profesor universitario, y catedrático, pero no pecaba de esa arrogancia. Había nacido en Santander (en 1946) -por cierto en una familia, los Jado, de cierto abolengo en la provincia montañesa- pero su primer apellido hacía que muchos alumnos le atribuyesen un origen vasco; poseía sin embargo, como cántabro, un rasgo común a los vascos: la franqueza y el estilo directo; lo hacía, eso sí, con ironía, rozando el sarcasmo, sin retóricas ni distancias profesor-alumno; todo ello en el curso 79-80 que fue cuando lo conocí como docente de Técnicas Instrumentales; una época en la que un profesor en nuestra facultad podía llegar al aula precedido -como si fuese un faraón egipcio- por un bedel que transportaba e instalaba momentos antes de su llegada el proyector de diapositivas.

Lo recuerdo dando clase, siempre exponiendo con claridad, el pitillo en la boca y un flequillo ladeado, que conservó siempre, dándole en su madurez un cierto aspecto juvenil. Debió de ser un estudiante brillante, pues en poco tiempo escaló las primeras posiciones de la carrera académica; desconozco cual fue su faceta como investigador, pero sospecho que donde realmente disfrutaba era en la docencia; allí no pasaba desapercibido; uno sabía que con Jado la clase sería cualquier cosa menos aburrida; sus frases y expresiones, hoy recopiladas en una de esas webs de internet, eran típicas; veamos una de ellas:
El aire está compuesto de un 21% de oxígeno y un 78% de nitrógeno; hay más cosas como dióxido de carbono, hidrógeno, gases nobles y bueno... ¡el perfume de las mujeres!
¿Misoginia? Sería mucho decir en una facultad con predominio absoluto del alumnado femenino. Llamémosle sorna, o mordacidad incluso, que practicaba libremente, sin ambages, pues despreciaba lo politicamente correcto, si bien con algún deje conservador. Jado se dirigía a todos los alumnos, claro, pero uno percibía que sus preferidos eran los brillantes y los torpes; a los primeros los alababa y a los segundos los fustigaba, sin caer en la crueldad; a los que transitábamos por la medianía, yo creo que nos ignoraba olímpicamente; todo ello en el aula, pues en la distancia corta tenía otro trato, algo más afable, cuando íbamos a su despacho, al departamento de Físico-Química.

Otros dos profesores: Fonseca y Gómez-Ulla
Un departamento, por cierto, que contaba en aquella época con otros dos profesores a los que hoy quiero recordar, pues también han fallecido: Fonseca y Gómez-Ulla. El primero, Juan-Miguel López Fonseca, asturiano, alto, desgarbado, fumador empedernido, brillante e iconoclasta... y fallecido hace unos meses; con el me adentré en los arcanos profundos de la Físico-Química, una asignatura temible.
El otro, Alejandro Gómez-Ulla Álvarez, compostelano de apellido con tradición en la capital gallega, que en un quiebro poco habitual, a mediados de los años 80 cambió de área de trabajo desde la Física hacia Galénica; fallecido hace ya varios años, su claridad expositiva era proverbial, y sus clases de Física, abarrotadas en mi época, estaban llenas de estudiantes de otros grupos.
Con el aprendí -y nunca olvidé- los secretos del efecto Magnus, del efecto que dicen los comentaristas deportivos, ese curioso fenómeno que sufren en su desplazamiento en un fluido -como el aire- los objetos en rotación, que hace que un balón del fútbol  describa -para desgracia de los porteros- una trayectoria improbable.
Mi recuerdo cálido también para estos otros dos profesores.
Termino otra vez con Jado, trascribiendo otra de sus frases, siempre imaginativas y algo ácidas: 

«A ver, los que no han estudiado ni Física ni Matemáticas en Bachillerato, tienen tres opciones:
a) Estudiarse el temario de 1º y 2º de bachillerato de ambas asignaturas antes de la clase de mañana.
b) Irse a Derecho a pintar redondeles.
        c) Abrir la ventana y suicidarse, pero no digan que esta se la he dicho yo, que luego me tachan de malo.
¡Adiós, profesor Jado!. A su familia, mis condolencias.

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